domingo, 1 de agosto de 2010

El concierto de mi vida...




¿El concierto de mi vida?..., más bien el de mi muerte. Además no fue realmente un concierto, tan solo una reunión de amigos…

Ocurrió hace muchos años, más de los que tenéis cualquiera de vosotros..., y es que los señores de la noche, trascendemos del tiempo terrenal...


Era yo entonces un joven que empezaba a ganarme la vida, archivando el correo y llevando al día la contabilidad de la compañía de discos de Mr Phillis, un amigo de mi padre. El mismo día que estrenaba trabajo, mi padre me prestó su vieja Indian de color rojo en un gesto de confianza ante mi nueva responsabilidad. Me sentí una persona afortunada. Tenía una preciosa moto y en breve ganaría un buen dinero. Poco más podía pedir…

Así pasaban aquellos días en los que el gran Little Walter puso de moda su “My Babe”, cuando la tarde en que todo ocurrió, andaba ordenando unos papeles en la parte de atrás de la oficina e inconscientemente, mis pies empezaron a seguir rítmicamente los compases que venían de la sala de grabación situada en la habitación contigua. Atraído por aquellas notas electrizantes, no pude evitar acercarme, quedando extasiado con aquel ritmo que parecía salir de la misma boca del infierno.

En aquella acristalada estancia, un tarado de pelo rizado, destilaba la música más delirante que jamás ha existido, aporreando el piano y marcando machaconamente el ritmo con su bota sobre el entramado de madera del estudio. Mientras otro tipo, con el pelo grasiento sobre la cara, se desgañitaba cantando temas de los viejos “bluesmen”, interpretados como si el aguardiente cobrara forma de mujer en su estómago, meneando caderas y hombros hasta casi descoyuntarse. Junto a ellos, dos más hacían los coros; uno, con rarísimos zapatos azules y el otro punteaba su acústica con la tristeza del alma reflejada en su semblante.....

Aquel improvisado evento quedó casualmente grabado y hasta fotos se hicieron de recuerdo, apareciendo yo en una de ellas totalmente emocionado y sonriente, en el centro de los cuatro músicos a los que más tarde tildaron como “Cuarteto del Millón de Dólares”.

Volviendo a casa se me hizo de noche. Mis pensamientos, recordaban aquellos momentos repletos de viejas canciones como “Crazy Arms”,” Dónt Be Cruel”, “Paralysed” y tantas otras, que resonaban en mi mente y provocaban un tarareo distraído, mientras conducía la moto por callejuelas que atajasen mi regreso. Entonces todo ocurrió muy rápido…

Una densa niebla me envolvió atenazando todos mis músculos con un intenso frío. Ante la repentina falta de visibilidad pisé repentina y bruscamente el pedal de freno. La vieja moto derrapó sobre el pavimento. Una farola la detuvo, quedando la máquina, totalmente abrazada a ella. Me levanté como pude y sin salir aun del estupor causado por la caída, advertí, una extraña presencia que no pude ni vislumbrar.

Acto seguido sentí un ardoroso mordisco en el cuello, que llenó mi ser de placer sin sentir el más mínimo dolor, por lo que no puse resistencia. Cuando quise ser consciente de lo que ocurría, mi ser se estaba vaciando de mi antigua y humana vitalidad…, sencillamente, me fui dejando atrapar por lo desconocido. Ante mí pude ver el rostro de una bella mujer, ataviada toda de negro, que sonreía relamiéndose el labio superior. Lo último que recuerdo fue una gran luna cegadora con la que me sentí en armonía...

Desde entonces, salgo siempre cuando la luna brilla, buscando alguna incauta que calme mi sed y mi pasión, con el pretexto de compartir aquellos endiablados ritmos de la Sun Records.

También, tengo cierto gusto por la sangre fresca, odio los adobos con ajos y adoro los colores negro y rojo. Lo del pelo grasiento hacia atrás es en recuerdo de aquel día de rock and roll y porque es la única manera de ir peinado, pues no me reflejo en los espejos.

De la Indian quedó un grato recuerdo. Ahora piloto una moto inglesa que me da un aire… “más señorial y elegante”.

Lo extraño es que mi foto desapareció de los archivos de la compañía de discos; y más extraño aun, es que jamás consigo acordarme del nombre de aquellos cuatro tipos que de alguna manera cambiaron mi vida…y mi muerte.

Relato protegido por copiright

AUTOR: CARLOS MILLÁN LOBILLO

Audiciones recomendadas para acompañar la lectura:

- Narvel Felts: My Babe.

- Elvis Presley; Paralysed.

- Jerry Lee Lewis: Brathless

- Carl Perkins: Blue Suede Shoes.

- Bill Emerson: Red Hot

jueves, 1 de julio de 2010

LUZ BELL


Cuando se tiene juventud y cabalgas una Tritón, tus sueños son la velocidad, las mujeres y lo que ambas puedan traer consigo. Sin embargo, a veces, los sueños se convierten en pesadillas…

Cierta tarde, mi amigo y yo bajábamos con nuestras motos a toda velocidad por la “Ruta de los Pantanos”, tumbando las máquinas en cada curva como si fuera la última y percibiendo cómo el olor de la gasolina se mezclaba con la humedad de la niebla, que se levantaba conforme el sol caía y la noche nos iba alcanzando desde atrás.

De repente, en una de las escasas rectas de la sinuosa carretera, como salida de la nada, nos adelantó otra moto con la velocidad del rayo y el resonar de mil megatones, llevándose tras de sí una estela de polvo y hojas secas que hasta entonces dormitaban en el arcén.

Tuve que sujetar bien el manillar, pues no sé si, por lo sorprendente de la aparición o porque el potente motor hacía temblar realmente el suelo, me desequilibré más de lo normal. Al recuperar la estabilidad, pude ver cómo una inesperada piloto se giraba, melena al viento, soltando una carcajada que cubría con eco estremecedor, el golpeteo de los pistones. Cegado de aventura, decidí ir tras ella y solté gas, perdiendo a mi amigo y a su Einfield por el retrovisor. Ya no lo volví a ver.

Iluso de mí, me sorprendí por darle caza con relativa facilidad, hasta el punto de poder leer a la espalda de su traje, de negro y brillante cuero, lo que parecía su nombre de guerra: “Luz Bell”. Ella, provocadora, aceleraba en las rectas y me esperaba en cada curva, obligándome a derrapar en cada instante de duda, en cada momento de indecisión…

La niebla continuaba desbordándose desde los arcenes y el pestilente olor de los pantanos se me pegaba al alma. La que creí mi presa se conjuró con el viento y, soltando las riendas de su Norton, se dio la vuelta sobre el asiento para elaborar la maldición de mi locura: alzó sus brazos a la luna caracoleando sus muñecas en ritual de embrujo. Creí yo que hacía señales para que la siguiera, por lo que, despreciando curvas, niebla y la naciente oscuridad de la noche, me centré obsesivamente en alcanzarla, exigiéndole a mi moto frenadas, derrapes y tumbadas tan radicales que apunto estuve varias veces de conocer la aspereza del asfalto.

Justo cuando la luna llena se alzaba sobre su figura y recuperando su posición de amazona, con un gesto me ordenó parar en lo que a lo lejos, se adivinaba como un café de carretera. Estaba hecho, “será mía”, pensé…

Detuve mi moto junto a la suya y entré en el garito, cuya rancia y etílica atmósfera, cargada de algo más que de tabaco, golpeó mis pulmones cual martillo pilón, haciéndome olvidar de golpe la humedad de la niebla, que ya llegaba hasta la misma puerta del bar.

Allí estaba ella, apoyando su espalda contra la barra, dominando la estancia con su presencia, mientras que un combo al fondo del local maltrataba el “Dark Night” de los Blasters, que resonaba estruendoso en el ambiente, dándole aún un mayor misterio a la mirada con la que me atravesó nada más disponerme a ir a su encuentro. Al llegar a su lado, me atrajo hacia sí por la cintura, quedando hipnotizado, inmóvil y feliz.

Pero cuando me creí en el paraíso, se abrió la puerta del infierno…

Mediante un certero y delicado arañazo en mi cuello, manaron sin dolor dos rojas gotas, que ella lamió de su dedo índice, apoderándose entonces sin yo saberlo de todos mis sueños de juventud y de toda esperanza de recuperarlos. Cuando pensé que me besaría, hundió sus largas uñas por debajo de mi esternón hasta las entrañas y sentí como me arrancaba el pálpito, robando mi ser para la eternidad. Ya sólo vería por ella…

El embrujo hizo su efecto y rodeándome la nuca con su mano libre susurró su maleficio:

“En la Ruta del Diablo
tan sólo me besarás

tras cazarme en una curva,
tras conseguirme abrazar.
Mas tu corazón me pertenece,
mío para siempre jamás.
Nunca amarás a otra
y sólo mi siervo serás”.

Allí quedé observando cómo se alejaba con contoneante taconeo, mientras alzaba su trofeo aun latiente y sin volver la vista atrás, al tiempo que el combo cambiaba de tercio hacia un penoso “Common Man”.

Allí quedé con la triste maldición de tener que perseguirla cada noche, para robarle un beso que calme el dolor causado por el seductor hechizo.

Allí quedé muerto en vida y para de por vida recordar, que:

“Las carreras con el diablo mala cosa suelen ser, más si la carrera es sobre una moto y más si el diablo es mujer”.

Audición recomendada para la lectura:

Megatones: “Cuando llegue al cofee Bar”.

The blasters: “Dark Night”.

The Blasters: “Common Man”.

Relato protegido por copiright

jueves, 27 de mayo de 2010

Transporting...

Estaba bastante convencido de que aquel trabajo no debía ser muy legal. No había que ser un lince para entender que transportar un paquete a altas horas de la noche, por carreteras secundarias y con la prohibición expresa de no abrirlo a riesgo de tu propia vida, no era algo normal…; pero yo trabajaba así, sin preguntas, sin nombres, con una hora y lugar de entrega, más un montante cobrado de antemano muy, muy suculento por lo cuantioso.

No era la primera vez que aceptaba ese tipo de encargos, pero el negocio de marras me dio mala espina desde el principio…
Aquel tipo bajito con joroba, cicatriz en el lado izquierdo de la cara y un aliento peor que el de mil perros rabiosos, que se mezclaba con la niebla del callejón en el que me entregó el paquete, hizo que me pensara, tan sólo unos instantes, si debía aceptar, o no, aquel encargo nocturno.

Sin pensarlo más, coloqué el paquete en el portabultos de mi “Sporty” y me pertreché convenientemente cambiando las gafas oscuras por otras amarillas, dado lo cerrado de la noche y la espesura húmeda que la envolvía. La moto arrancó sin problemas, como de costumbre, con su bronco galopar de pistones. Mientras tanto, observé cómo aquel “Quasimodo” se alejaba silbando el “Sixteen Tons”. Yo puse rumbo a mi destino tarareando la misma canción.

La dirección a la que debía llegar en la última noche de Abril, diez minutos antes de la media noche, “ni un segundo antes, ni un segundo después”, según me advirtió el jorobado, tampoco era una perita en dulce: “Walpurgis Cofee”, situado en el lado norte de La Peña del Raposo, en plena tierra de meigas, brujas y aparecidos. Un bonito panorama que tampoco mejoró, cuando supe que el local se situaba en lo más alto del desfiladero. Una vez hube abandonado la carretera general, comenzaba lo peor del camino, un carreterín curveante con el firme en mal estado, que llevaba directamente hacia el garito del demonio.

La noche se estaba cerrando y el plazo de entrega se acababa. Las prisas por acabar el trabajo y las ganas de entrarle al irlandés, hicieron que pareciera un novato y retorciese la oreja de la “Sporty” más de lo debido en las marchas cortas, lo que motivó que el motor se recalentara, haciendo un “chooofffff”, a unos trescientos metros del lugar de entrega, pudiendo escuchar con absoluta claridad cómo escapaba por las ventanas del local el estribillo de “Highway to Hell”.

Resignado, dejé la moto en la cuneta y puse el encargo bajo mi brazo, mientras me dirigía hacia el bar y me quitaba el casco y los guantes. Nuevamente, las prisas me hicieron tropezar, cayendo de bruces ante una hilera de unas cincuenta “chopers” muy bien alineadas. El paquete rodó hasta la puerta; tras levantarme y sacudirme el polvo, lo recogí del suelo y entré en el bar, sin apercibirme de que su chorreante contenido me empapó todo el brazo con un color rojo oscuro, hasta que estuve delante de la receptora, que tras la barra, ponía copas y orden a toda una la jauría de escandalosos moteros, a cuyas espaldas se exhibía una amenazante calavera alada.

La mujer me increpó por mi torpeza con colérica furia y, agarrándome por el brazo sanguinolento, me exigió responsabilidades. Casi al unísono, sonaron las doce, la hora de entrega pactada a la que yo me había adelantado escasos minuto; cesaron de inmediato los rugientes “AC/DC” y los que antes eran bravucones motoristas, ahora se volvían hacia mí, mirándome en silencio e invitándome a salir en forma de transparentes espectros.
La camarera, mezquina, me mostró el contenido de la caja que torpemente malogré, que no era otra cosa que un corazón rajado de lado a lado por efecto de la caída, que sabe Dios para qué malicioso ritual fue adquirido. La mujer, ahora sonriente, me susurró un helador maleficio que detuvo la sangre de mis venas :

“Que sea tu corazón latiente
el que guíe esta hueste,
que es la Santa Compaña
anunciando la muerte.
Que si tú no cumpliste
por hora, o por sino,
que sea esta procesión,
la que te muestre tu destino.”

Fuera del local, ya me esperaba mi moto con el estandarte de la “Genti di Muerti”, escoltada por dos filas de espectrales monturas y rugientes motores. Tal y como reza la leyenda, procesionamos todas las noches por las carreteras secundarias, por donde la Negra Señora realiza su ritual de almas.

“¡ Jamás nos crucéis…., seguid y no paréis!”.


*Relato registrado con copirigth

Autor: Carlos Millán Lobillo

lunes, 26 de abril de 2010

Motorkulture Biker


Al igual que todos los años, el festival del Motorkulture prometía fiesta y diversión, pero en esta ocasión, razones del azar y del destino, se aliaron para retrasar mi llegada.


 A pesar del reinante calor de Junio aun bien entrada la tarde, la serpenteante ruta hacía disfrutar de la conducción y de la belleza de los parajes por donde pasaba con mi choper que, recién engrasada, respondía como si estuviéramos 

sincronizados, hasta el punto de que, al ver aquella Bonneville del 73, parada en la recta que precede a la curva del Pico del Lobo, se detuvo con la inmediatez requerida. Sorpresivamente, salió desde detrás de aquella moto, una chica con su casco en la mano, los pantalones rotos, la cara arañada y un asombroso escote en el que se dibujaba algo más que hermosos tatuajes.

Con evidente nerviosismo, comentó que cuando, junto a otra Bonneville igual que la suya y conducida por su novio, se dirigían a Letur, inexplicablemente, en la siguiente curva su moto derrapó hacía el pinar situado tras la cuneta. Recordaba, a pesar del golpe en la cabeza, unos angustiosos instantes antes de perder el sentido, en los que intentaba pedir ayuda con dolientes ruegos de auxilio sin obtener resultado, y que no entendía cómo era posible llevar casi una eternidad esperando que algún hermano de la carretera la ayudara, pero lo que menos podía comprender es que su acompañante no hubiera vuelto a buscarla por mucho que tuvieran la consigna de esperarse en el siguiente pueblo, caso de que alguno se retrasara…

Comprobamos que la moto, arañazos aparte, funcionaba correctamente, con lo que la invité a tomar un café en un bar de carretera cercano, en el que tuve que insistirle al camarero para que pusiera dos cafés; lo mismo ocurrió cuando sólo nos trajo una cerveza. Allí, ya más calmada, me comentó cómo sacó la moto del pinar a base de ruegos, lágrimas y maldiciones, para llegar a tiempo a su cita, A la vez que lo explicaba, juraba por los dioses que no descansaría hasta reencontrase con su motorista. Poco a poco me fui sintiendo implicado en la historia, a la vez que me seducía más y más la chica, que se movía sin hacer ruido y sin alertar nada con su presencia.

Como coincidíamos en el destino de viaje le propuse rodar juntos, a lo que accedió siempre y cuando fuéramos despacio y sin tumbar en las curvas. Esas dos peticiones, con mi vieja choper, se concedían solas, amén de que, en aquellos momentos, estaba dispuesto a hacer lo que me pidiese, pues desde su primera mirada quedé embrujado.

La luna llena presidía ya muy alta nuestra llegada al pueblo en el que todo era una fiesta. Las serpenteantes callejuelas albergaban el penetrante aroma de las brasas que daban cuenta de las viandas con las que los llegados al festival eran obsequiados. Cada tramo del laberíntico lugar se veía adornado con asombrosas motos y sus recovecos tamizaban el creciente jaleo de la plaza, la cual, con el escenario al fondo, era un maremágnum multicolor de parches de motoclubes venidos de todas partes. Sin embargo no había ni rastro del motorista.

El retumbar del contrabajo de “Cat Club” anunció el comienzo del espectáculo, el redoble de la batería hizo temblar hasta los cimientos de la Iglesia y los primeros compases de “Blue Suede Shoes" marcaron el inicio de una larga noche de Rock and Roll. En medio de todo aquel jaleo, mis colegas los “Rockin´Rebels" nos recibieron con jovialidad y, sin dejarnos casi bajarnos de las motos, nos invitaron a más y más cervezas, aunque de vez en cuando, se olvidaban de mi compañera y sólo pedían bebida para mí, imagino que bien por la costumbre de verme siempre sin pareja, o bien por la alta gradación etílica que debían llevar en sus venas.

Estuvimos de juerga toda la noche sin parar, hasta que la música cesó..., al menos para mí. Con las mujeres siempre me tocaba perder y ahora no iba a ser una excepción:

“Los Renegados”, aullaron el rebelde “Rock del Hombre Lobo” y entre redoble y redoble pude advertir el motor de la otra Boneville, viendo aparecer a un tipo bastante mayor, con el pelo cano muy bien peinado y una cazadora de piloto muy desgastada, que con su viejo casco bajo el brazo, se dirigía hacia nosotros con amplia sonrisa. Ella lo abrazó, antes de ponerse a bailar con el que había esperado tanto tiempo…

Se despidió de mí agradecida, repitiéndome dos veces que tuviese cuidado al volver con las curvas que precedían al Pico del Lobo. Apesadumbrado, me dirigí a la barra para matar mi pena y al girarme para verla por última vez, ya no estaban. Tampoco había rastro de las motos.

A la mañana siguiente, no alcanzaba a comprender las risas y bromas de mis amigos, lo cuales me juraban que resulté muy cómico cuando tomaba las cervezas de dos en dos, bailando en solitario toda la noche y hablando conmigo mismo sin parar, esbozando al tiempo una sonrisa de lelo.

De regreso, paré en el viejo bar de carretera; pregunté por la chica con la que estuve el día anterior y nadie supo de qué hablaba. Recordé el ruego de mi amiga y tuve cuidado con las curvas, pero convencido de lo que pasó, fui hacia el lugar donde dijo haberse caído por si había algún rastro del accidente que me permitiera dar con ella. Allí, sin embargo, tan sólo estaba el pinar del que la vi salir, una cruz con su foto y un ramo de flores que el sol de Junio ya había secado.


En Letur, cuenta una leyenda que desde hace muchos años, cada luna llena de Junio, una bella motorista que no envejece jamás, se deja ver pasear, acompañada por un hombre al que el tiempo si le marca el rostro…

*Relato registrado con copiright

viernes, 2 de abril de 2010

The Zombie Hotel

     Parecía increíble que el que creí mi amigo, me hubiera dejado en el suelo, tirado en una cuneta, solo por salir detrás de una tía que nos adelantó con su moto…
No tuve ni ganas ni fuerzas para ir tras ellos, con que me levanté como pude, busqué mi casco sin encontrarlo, e hice lo propio con mi vieja Royal Einfield. Subí al arcén, no sin dificultad y después de verificar que el único daño apreciable en la moto era la pérdida de un retrovisor y del intermitente derecho. Arranqué y sin llegar a meter la tercera, alcancé el final de la recta en la que me encontraba, bifurcándose esta en dos tramos, por lo que detuve la moto para hacer mi elección. Uno de ellos era el de la vieja y conocida Carretera de los Pantanos; en el otro sin embargo, jamás había reparado. Un largo camino rural, asfaltado pero lleno de baches hasta donde alcanzaba la vista, que tan sólo tenía por indicación, un poste viejo con un madero carcomido clavado, en el cual se leía:
“La Ruta del Diablo”.
Desde luego, con ese nombre y tal aspecto, ofrecía pocas expectativas para una buena conducción. Sin embargo, el manillar de mi fiel Royal, giró por sí mismo hacia ese tramo como indicándome su preferencia. Una decisión menos que tomar, un reto más que afrontar; pensé…

Recorridos no más de dos kilómetros, aparecía en el horizonte una destartalada gasolinera.
Al llegar al surtidor, llené yo mismo el depósito de caldo, ya que el encargado no apareció por más que lo llamé. Lo único que allí había con aparente vida era un pequeño transistor en la que resonaba el “Boom, Boom, Boom”, cantado por el viejo John Lee, mientras el viento silbante mecía la chirriante puerta que golpeaba contra su marco al ritmo del blues que ya acababa. Dí la vuelta hasta la parte de atrás de la casa y el tacón de mi bota tropezó en un semienterrado cartelón de madera roja con letras amarillo oro, en el que se leía “Heart Break Hotel” .
Anochecía y mi antigua úlcera me estaba pidiendo mejores tratos; con que obviando el aviso de la puerta que especificaba “No entrar sin portero”; accedí al interior observando que aquello estaba tan desierto como la misma gasolinera, pero extrañamente limpio y preparado para albergar a cualquiera que llegara.
Un cálido recibidor en cuyo mostrador se extendían las llaves de las habitaciones, se continuaba, casi sin separación, con una gran sala de cuyas paredes colgaban matrículas, señales de carretera, carteles de viejas Harleys y “flyers” de antiguos conciertos enmarcados. Una larga barra de bar invitaba a quedarse y un pequeño escenario al fondo presidía la estancia.

En el instante en que cayó la noche, sopló el viento una sola vez, abriendo la puerta tras de mí. Aullaron unos perros y sin saber como, aparecieron de Dios sabe donde, numerosos rockers, teddy boys y motoristas, junto a una inmensa cantidad de chicas que parecían salidas de un calendario. Todos ellos me recibieron con jovialidad, sin extrañeza y con el aire de hermandad que une a los hijos de la carretera, me invitaron a unirme a la fiesta que ya se había organizado, sin dejarme pagar ni una sola copa de las muchas que aquella noche maltrataron mi úlcera. Mientras, sin cesar, resonaban desde el escenario las mejores versiones de la historia del rock and roll que jamás había oído, las cuales me embriagaban más que el propio alcohol.

Todo cambió al dar la medianoche.

Estaba ya muy borracho y la úlcera me gritaba, por lo que abandoné la barra y me dispuse a buscar una habitación. Al coger una de las llaves del recibidor, una huesuda y fétida mano detuvo mi avance, dándome la vuelta hacia el escenario. Quedé paralizado al tener ante mí al mismísimo cadáver de Johnny Cash algo despeinado y con una espantosa mueca que helaba la sangre. Ya no había rockers ni chicas de calendario. Todos eran zombies, pútridos, borrachos y fanáticos del rock and roll. Un amarillento Jerry Lee, agarrándome por la pechera, me subió al escenario de un empujón y un violento Roy Orbison me lanzó desde la barra un micrófono que junto a su brazo, salieron despedidos hasta caer ambos, ante mis temblorosos pies. Un tipo vestido todo de negro cuero y aparente cojera, al que todos llamaban Eugene, me puso de rodillas agarrándome por el pelo mientras me colgaba del cuello su propia guitarra. Un sudor frío me caía por la frente formando un charco a mis pies y una evidente sed me atenazaba la garganta. Entonces, la aun bella Marilyn, mientras me susurraba un escalofriante “te quedarás con nosotros”, me obligó a beber el pustulento contenido de cuatro polvorientas botellas, de las que no quedaba ni un solo resto de su primigenio “Old Whiskey of Tennesse”. Después me besó salvajemente arrancándome medio labio inferior de un amoroso mordisco.

De repente, el silencio inundó la estancia y los focos se dirigieron al lado opuesto de la sala. Desde un estrambótico trono de huesos adornados con oro y brillantes, Elvis descarnado, levantaba su anillada mano derecha ordenándome: “¡Thall´s all rigth mama!”. Burlón título para una canción que era el principio de mi “no muerte”, pues desde la primera nota comenzó mi transformación.


Ahora, soy el portero zombi del mismo local del cual debí leer la nota de la entrada; y todos los días miro y maldigo a mi vieja Royal Einfield, a la que llamo socarronamente “La Infiel”, pues fue ella la que me trajo hasta aquí.Ya no me duele la úlcera y cada anochecer comento con un Buddy Holly, algo polvoriento pero igual de triste que yo, la advertencia que siempre me hacía mi madre antes de salir a conducir:

“Cuídate de las motos y de las mujeres, pues son ellas las que te llevan a ti por mucho que las montes”.


*Relato registrado con copiright