viernes, 2 de abril de 2010

The Zombie Hotel

     Parecía increíble que el que creí mi amigo, me hubiera dejado en el suelo, tirado en una cuneta, solo por salir detrás de una tía que nos adelantó con su moto…
No tuve ni ganas ni fuerzas para ir tras ellos, con que me levanté como pude, busqué mi casco sin encontrarlo, e hice lo propio con mi vieja Royal Einfield. Subí al arcén, no sin dificultad y después de verificar que el único daño apreciable en la moto era la pérdida de un retrovisor y del intermitente derecho. Arranqué y sin llegar a meter la tercera, alcancé el final de la recta en la que me encontraba, bifurcándose esta en dos tramos, por lo que detuve la moto para hacer mi elección. Uno de ellos era el de la vieja y conocida Carretera de los Pantanos; en el otro sin embargo, jamás había reparado. Un largo camino rural, asfaltado pero lleno de baches hasta donde alcanzaba la vista, que tan sólo tenía por indicación, un poste viejo con un madero carcomido clavado, en el cual se leía:
“La Ruta del Diablo”.
Desde luego, con ese nombre y tal aspecto, ofrecía pocas expectativas para una buena conducción. Sin embargo, el manillar de mi fiel Royal, giró por sí mismo hacia ese tramo como indicándome su preferencia. Una decisión menos que tomar, un reto más que afrontar; pensé…

Recorridos no más de dos kilómetros, aparecía en el horizonte una destartalada gasolinera.
Al llegar al surtidor, llené yo mismo el depósito de caldo, ya que el encargado no apareció por más que lo llamé. Lo único que allí había con aparente vida era un pequeño transistor en la que resonaba el “Boom, Boom, Boom”, cantado por el viejo John Lee, mientras el viento silbante mecía la chirriante puerta que golpeaba contra su marco al ritmo del blues que ya acababa. Dí la vuelta hasta la parte de atrás de la casa y el tacón de mi bota tropezó en un semienterrado cartelón de madera roja con letras amarillo oro, en el que se leía “Heart Break Hotel” .
Anochecía y mi antigua úlcera me estaba pidiendo mejores tratos; con que obviando el aviso de la puerta que especificaba “No entrar sin portero”; accedí al interior observando que aquello estaba tan desierto como la misma gasolinera, pero extrañamente limpio y preparado para albergar a cualquiera que llegara.
Un cálido recibidor en cuyo mostrador se extendían las llaves de las habitaciones, se continuaba, casi sin separación, con una gran sala de cuyas paredes colgaban matrículas, señales de carretera, carteles de viejas Harleys y “flyers” de antiguos conciertos enmarcados. Una larga barra de bar invitaba a quedarse y un pequeño escenario al fondo presidía la estancia.

En el instante en que cayó la noche, sopló el viento una sola vez, abriendo la puerta tras de mí. Aullaron unos perros y sin saber como, aparecieron de Dios sabe donde, numerosos rockers, teddy boys y motoristas, junto a una inmensa cantidad de chicas que parecían salidas de un calendario. Todos ellos me recibieron con jovialidad, sin extrañeza y con el aire de hermandad que une a los hijos de la carretera, me invitaron a unirme a la fiesta que ya se había organizado, sin dejarme pagar ni una sola copa de las muchas que aquella noche maltrataron mi úlcera. Mientras, sin cesar, resonaban desde el escenario las mejores versiones de la historia del rock and roll que jamás había oído, las cuales me embriagaban más que el propio alcohol.

Todo cambió al dar la medianoche.

Estaba ya muy borracho y la úlcera me gritaba, por lo que abandoné la barra y me dispuse a buscar una habitación. Al coger una de las llaves del recibidor, una huesuda y fétida mano detuvo mi avance, dándome la vuelta hacia el escenario. Quedé paralizado al tener ante mí al mismísimo cadáver de Johnny Cash algo despeinado y con una espantosa mueca que helaba la sangre. Ya no había rockers ni chicas de calendario. Todos eran zombies, pútridos, borrachos y fanáticos del rock and roll. Un amarillento Jerry Lee, agarrándome por la pechera, me subió al escenario de un empujón y un violento Roy Orbison me lanzó desde la barra un micrófono que junto a su brazo, salieron despedidos hasta caer ambos, ante mis temblorosos pies. Un tipo vestido todo de negro cuero y aparente cojera, al que todos llamaban Eugene, me puso de rodillas agarrándome por el pelo mientras me colgaba del cuello su propia guitarra. Un sudor frío me caía por la frente formando un charco a mis pies y una evidente sed me atenazaba la garganta. Entonces, la aun bella Marilyn, mientras me susurraba un escalofriante “te quedarás con nosotros”, me obligó a beber el pustulento contenido de cuatro polvorientas botellas, de las que no quedaba ni un solo resto de su primigenio “Old Whiskey of Tennesse”. Después me besó salvajemente arrancándome medio labio inferior de un amoroso mordisco.

De repente, el silencio inundó la estancia y los focos se dirigieron al lado opuesto de la sala. Desde un estrambótico trono de huesos adornados con oro y brillantes, Elvis descarnado, levantaba su anillada mano derecha ordenándome: “¡Thall´s all rigth mama!”. Burlón título para una canción que era el principio de mi “no muerte”, pues desde la primera nota comenzó mi transformación.


Ahora, soy el portero zombi del mismo local del cual debí leer la nota de la entrada; y todos los días miro y maldigo a mi vieja Royal Einfield, a la que llamo socarronamente “La Infiel”, pues fue ella la que me trajo hasta aquí.Ya no me duele la úlcera y cada anochecer comento con un Buddy Holly, algo polvoriento pero igual de triste que yo, la advertencia que siempre me hacía mi madre antes de salir a conducir:

“Cuídate de las motos y de las mujeres, pues son ellas las que te llevan a ti por mucho que las montes”.


*Relato registrado con copiright