miércoles, 5 de enero de 2011

Lobo Billy Rebel

Siempre me gustó ser un lobo…, un lobo rebelde.

En mi corta vida de cachorro, junto al resto de mi camada solíamos escaparnos por las noches a corretear alejados de la lobera. Aquellas excursiones cada vez se alargaron más estableciendo como límite alguna charca que nos permitiera reponernos y correr de nuevo a la guarida donde recibíamos un zarpazo en el hocico por parte de nuestras madres que, sin saberlo nosotros, siempre anduvieron cerca y vigilantes en todas nuestras supuestas escapadas. Tanto lo que creíamos aventuras, como la humillante reprimenda, formaban parte del aprendizaje que la manada imponía y que no dejaba de ser “lo normal”.

Sin embargo, como ya he comentado, siempre fui un rebelde y cuando me convertí en lobato con ganas de aventuras, a sabiendas de que las lobas del clan ya no nos vigilaban tanto, nos adentramos más allá de las charcas descubriendo una serpenteante carretera que rodeaba unos largos pantanos. Aquello era demasiado tentador para resistirse y fueron varios los atardeceres que corrimos por ellas, sintiendo los últimos rayos de sol sobre nuestros lomos y cruzándonos como rayos ante coches y motocicletas, que como poco se sorprendían y a lo peor, cuando no podían esquivarnos, acababan en el lodazal o estampados contra un árbol.

Una de aquellas veces, después de correr la carretera y durante el regreso, en la parte baja del otro lado de nuestro bosque, descubrimos una corta pista de tierra, con multitud de luces de motocicletas, gritos de jóvenes y una extraña música, que junto al rugir de aquellas máquinas, no dejaba de hipnotizarme.

Desoyendo las llamadas de mis hermanos, me acerqué para satisfacer mi curiosidad de joven cachorro, al que llamaba poderosamente la atención aquellos extraños humanos embutidos en cuero y largas bufandas blancas al cuello.

Durante varias semanas, tras nuestras escapadas nocturnas, repetí la liturgia de agazaparme entre las matas para estudiar al que todos llamaban “el mayor enemigo”, mientras observaba esas breves competiciones, con los motores a sus máximas revoluciones y escuchaba aquello que llamaban rock and roll.

En mi afán por querer saber, cometí el error de lamer el contenido, de cierto licor ambarino que dejaba caer una botella extraviada. Aquello no tardo en hacer efecto. Apenas podía tenerme sobre mis patas cuando decidí volver y tropecé estruendosamente con vidrios vacíos, tirados por el suelo, que instantes antes saciaron la sed de los humanos.

Por supuesto fui descubierto al instante y al grito de “¡un lobo!,” fui acorralado contra la vertical pared situada a uno de los lados de la terrosa pista, por no menos de seis motoristas que me deslumbraban con sus faros y otros tantos humanos a pie, armados con palos cadenas y navajas. “¡Es nuestro!”, gritaban. “¡Debe ser de los que corren por la carretera! “.

El primer valiente con navaja recibió una dentellada en la muñeca y la sangre que quedó en mi hocico, me supo mejor que la de los tristes conejos que cazaba. Su cara de miedo me envalentonó y ya pensaba en lo que contaría al regresar con la manada. Tan sólo me faltaba una herida de guerra que lo certificara.

Los palos intentaban caer sobre mí y las cadenas silbaban cerca de mis patas, siendo una de ellas la que me derribó, pero me revolví y de un salto subí a la grupa de uno de los motoristas que me cerraban el paso. Mi instinto de cazador hizo que le mordiera en la nuca sin soltar presa, tal y como mi madre me dijo que había que hacer con las ciervas y sus crías. También fue ese instinto lo que me perdió, pues me cebé con él en el suelo sin advertir que el resto de sus compañeros caían sobre mí moliéndome a palos, patadas y cadenazos; también, alguna hoja afilada sentí en mis costillas.

Al despertar supe que no estaba muerto.
Me costó distinguir borrosamente el cadáver del motorista al que mordí. Hice un tremendo esfuerzo por levantarme y al conseguirlo, me sorprendí horrorizado de mi bipedestación. Tambaleante, corrí como pude hacia a la orilla del pantano a saciar una acuciante sed que me impedía pensar. Me zambullí de medio cuerpo para darme cuenta de que el pelo había desaparecido casi por completo de mi cuerpo, quedándome esparcidos vestigios y de manera destacable a ambos lados de mi cara y sobre mi frente tal y como reflejaban las cristalinas aguas.


Entonces recordé los asombrosos relatos que el viejo lobo de la manada, nos contaba en las noches de frío, antes de dormir. Historias sobre fantásticos seres a medio camino entre el mundo de los humanos y de los lobos. Me había convertido en una rara especie de licántropo.

No tardé mucho en asumir mi nueva condición, tan sólo el tiempo necesario para ponerme las ropas de aquel desdichado, que ya empezaba a oler mal, y unas cuantas caídas hasta manejar con maestría su moto…


"Reza cierta leyenda, que un extraño ser, acompañado por una manada de lobos, curvea la Ruta de los Pantanos, dando algo más que sustos a los desdichados que la noche atrapa sobre el asfalto".

Lo que no cuenta la leyenda es que los motoristas y sus acompañantes, tras ser atrapados, son conducidos a la pista de tierra y que para salvar su vida, han de competir contra mi moto en una carrera hacia el infierno.

Si no corren les muerdo, si pierden, les mato y si ganan…, nunca ganan.

¿Sus chicas?, sus chicas nunca vuelven…, ¡jamás quisieron volver!.


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