lunes, 26 de abril de 2010

Motorkulture Biker


Al igual que todos los años, el festival del Motorkulture prometía fiesta y diversión, pero en esta ocasión, razones del azar y del destino, se aliaron para retrasar mi llegada.


 A pesar del reinante calor de Junio aun bien entrada la tarde, la serpenteante ruta hacía disfrutar de la conducción y de la belleza de los parajes por donde pasaba con mi choper que, recién engrasada, respondía como si estuviéramos 

sincronizados, hasta el punto de que, al ver aquella Bonneville del 73, parada en la recta que precede a la curva del Pico del Lobo, se detuvo con la inmediatez requerida. Sorpresivamente, salió desde detrás de aquella moto, una chica con su casco en la mano, los pantalones rotos, la cara arañada y un asombroso escote en el que se dibujaba algo más que hermosos tatuajes.

Con evidente nerviosismo, comentó que cuando, junto a otra Bonneville igual que la suya y conducida por su novio, se dirigían a Letur, inexplicablemente, en la siguiente curva su moto derrapó hacía el pinar situado tras la cuneta. Recordaba, a pesar del golpe en la cabeza, unos angustiosos instantes antes de perder el sentido, en los que intentaba pedir ayuda con dolientes ruegos de auxilio sin obtener resultado, y que no entendía cómo era posible llevar casi una eternidad esperando que algún hermano de la carretera la ayudara, pero lo que menos podía comprender es que su acompañante no hubiera vuelto a buscarla por mucho que tuvieran la consigna de esperarse en el siguiente pueblo, caso de que alguno se retrasara…

Comprobamos que la moto, arañazos aparte, funcionaba correctamente, con lo que la invité a tomar un café en un bar de carretera cercano, en el que tuve que insistirle al camarero para que pusiera dos cafés; lo mismo ocurrió cuando sólo nos trajo una cerveza. Allí, ya más calmada, me comentó cómo sacó la moto del pinar a base de ruegos, lágrimas y maldiciones, para llegar a tiempo a su cita, A la vez que lo explicaba, juraba por los dioses que no descansaría hasta reencontrase con su motorista. Poco a poco me fui sintiendo implicado en la historia, a la vez que me seducía más y más la chica, que se movía sin hacer ruido y sin alertar nada con su presencia.

Como coincidíamos en el destino de viaje le propuse rodar juntos, a lo que accedió siempre y cuando fuéramos despacio y sin tumbar en las curvas. Esas dos peticiones, con mi vieja choper, se concedían solas, amén de que, en aquellos momentos, estaba dispuesto a hacer lo que me pidiese, pues desde su primera mirada quedé embrujado.

La luna llena presidía ya muy alta nuestra llegada al pueblo en el que todo era una fiesta. Las serpenteantes callejuelas albergaban el penetrante aroma de las brasas que daban cuenta de las viandas con las que los llegados al festival eran obsequiados. Cada tramo del laberíntico lugar se veía adornado con asombrosas motos y sus recovecos tamizaban el creciente jaleo de la plaza, la cual, con el escenario al fondo, era un maremágnum multicolor de parches de motoclubes venidos de todas partes. Sin embargo no había ni rastro del motorista.

El retumbar del contrabajo de “Cat Club” anunció el comienzo del espectáculo, el redoble de la batería hizo temblar hasta los cimientos de la Iglesia y los primeros compases de “Blue Suede Shoes" marcaron el inicio de una larga noche de Rock and Roll. En medio de todo aquel jaleo, mis colegas los “Rockin´Rebels" nos recibieron con jovialidad y, sin dejarnos casi bajarnos de las motos, nos invitaron a más y más cervezas, aunque de vez en cuando, se olvidaban de mi compañera y sólo pedían bebida para mí, imagino que bien por la costumbre de verme siempre sin pareja, o bien por la alta gradación etílica que debían llevar en sus venas.

Estuvimos de juerga toda la noche sin parar, hasta que la música cesó..., al menos para mí. Con las mujeres siempre me tocaba perder y ahora no iba a ser una excepción:

“Los Renegados”, aullaron el rebelde “Rock del Hombre Lobo” y entre redoble y redoble pude advertir el motor de la otra Boneville, viendo aparecer a un tipo bastante mayor, con el pelo cano muy bien peinado y una cazadora de piloto muy desgastada, que con su viejo casco bajo el brazo, se dirigía hacia nosotros con amplia sonrisa. Ella lo abrazó, antes de ponerse a bailar con el que había esperado tanto tiempo…

Se despidió de mí agradecida, repitiéndome dos veces que tuviese cuidado al volver con las curvas que precedían al Pico del Lobo. Apesadumbrado, me dirigí a la barra para matar mi pena y al girarme para verla por última vez, ya no estaban. Tampoco había rastro de las motos.

A la mañana siguiente, no alcanzaba a comprender las risas y bromas de mis amigos, lo cuales me juraban que resulté muy cómico cuando tomaba las cervezas de dos en dos, bailando en solitario toda la noche y hablando conmigo mismo sin parar, esbozando al tiempo una sonrisa de lelo.

De regreso, paré en el viejo bar de carretera; pregunté por la chica con la que estuve el día anterior y nadie supo de qué hablaba. Recordé el ruego de mi amiga y tuve cuidado con las curvas, pero convencido de lo que pasó, fui hacia el lugar donde dijo haberse caído por si había algún rastro del accidente que me permitiera dar con ella. Allí, sin embargo, tan sólo estaba el pinar del que la vi salir, una cruz con su foto y un ramo de flores que el sol de Junio ya había secado.


En Letur, cuenta una leyenda que desde hace muchos años, cada luna llena de Junio, una bella motorista que no envejece jamás, se deja ver pasear, acompañada por un hombre al que el tiempo si le marca el rostro…

*Relato registrado con copiright