miércoles, 16 de diciembre de 2015

EL FINAL



Tras  recobrar el conocimiento, dejé parte de mi cazadora pegada al asfalto al intentar incorporarme.

Apoyado sobre un codo, pude ver a mis pies mi fabuloso casco adornado con los colores confederados y  unos quince metros más adelante, con las ruedas mirando al cielo, lo que quedaba de mi Bonneville.  Debió de ser una hostia impresionante.

El  olor de los gases desprendidos por la ambulancia al ralentí en la que introducían a mi chica malherida, mientras maldecía mi nombre y aullaba de dolor, me impedían responder. Estaba totalmente aturdido. La ambulancia se la llevó, dejando en mis oídos un estridente sonido de sirenas, entonces comencé a recordar…

Jamás debí meterla en todo esto, aunque en principio no lo vi tan complicado, pero alguien debió dar el chivatazo de que una pareja de motoristas llevaban en sus alforjas una pequeña carga de armas cortas y munición.  Tras realizar la entrega a nuestro contacto y cobrar el resto de la pasta, nos iríamos a la costa a pasar unos días. Cuando vi por el retrovisor  los coches y las motos de los picoletos, supe que las vacaciones se habían jodido. Me asusté, aceleré y el desenlace fue fatal.

Entre dolores y quejidos que nadie parecía escuchar, no dejaba de darle vueltas a la idea de que fuimos un cebo fácil para despistar un envío mayor; sin embargo, desistí de esta idea cuando de repente y a toda velocidad, llegó a la zona del accidente una monster 800cc  totalmente blanca, perfectamente “cafeteada”, que burlaba con asombrosas maniobras el control policial, plantándose frente a mí con un certero derrape. Sin darme opción, la conductora, embutida en un mono de cuero del mismo color que su moto, me agarró por el hombro  con un “¡vamos!” tan imperativo que casi no me da tiempo a ponerme el casco. Me agarré con fuerza y me sacó de allí casi volando con la misma maestría con la que llegó. Estaba claro que, o los jefes eran muy profesionales, o no querían que hablara del asunto. En cualquier caso me alegré.

Sin mediar palabra me llevó por la autovía hasta la ciudad y sin entender por qué, paramos en la parte de detrás del hospital. Imaginé que, o era el mejor sitio para escondernos o querría que algún médico conocido revisara mi magullado cuerpo.
Agarrándome por la mano y sin quitarnos los cascos, hizo que me bajara del vehículo y corrimos por pasillos que correspondían a lavanderías, cocinas, y almacenes, evitando  las partes principales de acceso, hasta que llegamos a la parte de urgencias, donde mi chica  aun consciente estaba siendo sedada mientras le cortaban la ajustada ropa de motorista para hacerle las curas más urgentes. Hice intento de ir a su encuentro con evidente preocupación, a lo que mi salvadora me detuvo firmemente diciéndome: ¡ “ahora no podrías hablar con ella”! .

Salimos de allí rápidamente y una  creciente inquietud y preocupación parecía afectar a mi compañera, que miraba a todos lados  y se giraba a la vez que corría. Llegamos a una sala donde la policía se movía con rapidez y escondidos tras una esquina pude ver como un guardia civil interrogaba a mi padre, mientras mi madre con la cara entre las manos, lloraba y se lamentaba  de lo mal que había actuado yo  toda mi vida. Lloré sin ningún esfuerzo todas las  lágrimas que me quedaban. Entonces fui consciente, por primera vez, de ser una mala persona.
De nuevo me sacó de allí con prisa, mucha más que la que había habido hasta el momento, gritándome que se acababa el tiempo. No sabía que decir; ¿tiempo para qué?...
Imaginé que nos iríamos ya, pues burlar una vez más a la pasma se me antojaba harto difícil y arriesgado, Llegamos a un pasillo, muy largo que conforme avanzábamos se iba iluminando a nuestro paso y oscureciéndose tras de nosotros. Siempre me moló el rollo de las células fotoeléctricas.

De repente paramos en seco, justo frente al mortuorio. La preocupación por mi novia se acentuó unos instantes, pero pasó a un segundo plano cuando desde la puerta, mirando por los cristales comencé a sudar, a tener frío y a dolerme todo el cuerpo por primera vez desde la caída. Desde fuera pude verme a mí mismo desnudo, tendido sobre una mesa y con una etiqueta colgando de mi pié.

El miedo es la sensación más fuerte y primaria del ser humano, la que te hace sentir más vivo o más muerto; y yo tenía más miedo del que tuve en mi vida, dicho esto con toda la intención. Mi acompañante debió notar claramente mi estado y poniendo su mano sobre mi pecho me pidió calma. Se quitó el casco y la pude reconocer. No se como, aquella chiquilla delgaducha de la que todo el mundo se burlaba en el instituto, pero con la que yo congenié bastante hasta el punto de haber llegado a tener algún afectuoso encuentro, era ahora una hábil motorista con más fuerza que una Road King. Me dio brevemente las gracias por aquella   vez que la protegí de unos “chuleras” de su clase que la molestaban y me apremió para correr, ya que a la vuelta del pasillo se empezaban a oír los gritos de una jauría que, ahora estaba seguro, no era la policía.

La zona oscura del fondo del pasillo se iluminó de un rojo cinabrioso, mezclándose con un humo amarillo que desprendía un pestilente olor a azufre. Ante nosotros se plantaron no menos de doce tétricas y espectrales figuras con punzantes cornamentas que arrastraban mazos, cadenas y cortantes objetos que daban pavor sólo con mirarlos.

De nuevo se giró hacia mí diciéndome muy precipitadamente  que las veces que protegí a algún débil acosado, la preocupación que sentí por mi novia en el accidente y el dolor que me causaron las lágrimas de mi madre, me salvaban de algo peor que la muerte. Todo me había sido perdonado. Me señaló el pasillo a nuestra espalda, que de pronto se abría al infinito llenándose de una claridad cegadora. A unos dos metros de donde nos encontrábamos, aparecía milagrosamente mi Bonni, totalmente reparada y en marcha. Subí a la moto a la vez que me ordenó, “¡Corre que de los demonios me ocupo yo!”. Mientras aceleraba hacia la nada, pude ver por el retrovisor como me dirigía una última mirada protectora, después, se elevó medio metro sobre el suelo y a la vez que se giraba hacia las huestes del diablo, desplegó unas enormes alas blancas y se fue a por ellos.