jueves, 27 de mayo de 2010

Transporting...

Estaba bastante convencido de que aquel trabajo no debía ser muy legal. No había que ser un lince para entender que transportar un paquete a altas horas de la noche, por carreteras secundarias y con la prohibición expresa de no abrirlo a riesgo de tu propia vida, no era algo normal…; pero yo trabajaba así, sin preguntas, sin nombres, con una hora y lugar de entrega, más un montante cobrado de antemano muy, muy suculento por lo cuantioso.

No era la primera vez que aceptaba ese tipo de encargos, pero el negocio de marras me dio mala espina desde el principio…
Aquel tipo bajito con joroba, cicatriz en el lado izquierdo de la cara y un aliento peor que el de mil perros rabiosos, que se mezclaba con la niebla del callejón en el que me entregó el paquete, hizo que me pensara, tan sólo unos instantes, si debía aceptar, o no, aquel encargo nocturno.

Sin pensarlo más, coloqué el paquete en el portabultos de mi “Sporty” y me pertreché convenientemente cambiando las gafas oscuras por otras amarillas, dado lo cerrado de la noche y la espesura húmeda que la envolvía. La moto arrancó sin problemas, como de costumbre, con su bronco galopar de pistones. Mientras tanto, observé cómo aquel “Quasimodo” se alejaba silbando el “Sixteen Tons”. Yo puse rumbo a mi destino tarareando la misma canción.

La dirección a la que debía llegar en la última noche de Abril, diez minutos antes de la media noche, “ni un segundo antes, ni un segundo después”, según me advirtió el jorobado, tampoco era una perita en dulce: “Walpurgis Cofee”, situado en el lado norte de La Peña del Raposo, en plena tierra de meigas, brujas y aparecidos. Un bonito panorama que tampoco mejoró, cuando supe que el local se situaba en lo más alto del desfiladero. Una vez hube abandonado la carretera general, comenzaba lo peor del camino, un carreterín curveante con el firme en mal estado, que llevaba directamente hacia el garito del demonio.

La noche se estaba cerrando y el plazo de entrega se acababa. Las prisas por acabar el trabajo y las ganas de entrarle al irlandés, hicieron que pareciera un novato y retorciese la oreja de la “Sporty” más de lo debido en las marchas cortas, lo que motivó que el motor se recalentara, haciendo un “chooofffff”, a unos trescientos metros del lugar de entrega, pudiendo escuchar con absoluta claridad cómo escapaba por las ventanas del local el estribillo de “Highway to Hell”.

Resignado, dejé la moto en la cuneta y puse el encargo bajo mi brazo, mientras me dirigía hacia el bar y me quitaba el casco y los guantes. Nuevamente, las prisas me hicieron tropezar, cayendo de bruces ante una hilera de unas cincuenta “chopers” muy bien alineadas. El paquete rodó hasta la puerta; tras levantarme y sacudirme el polvo, lo recogí del suelo y entré en el bar, sin apercibirme de que su chorreante contenido me empapó todo el brazo con un color rojo oscuro, hasta que estuve delante de la receptora, que tras la barra, ponía copas y orden a toda una la jauría de escandalosos moteros, a cuyas espaldas se exhibía una amenazante calavera alada.

La mujer me increpó por mi torpeza con colérica furia y, agarrándome por el brazo sanguinolento, me exigió responsabilidades. Casi al unísono, sonaron las doce, la hora de entrega pactada a la que yo me había adelantado escasos minuto; cesaron de inmediato los rugientes “AC/DC” y los que antes eran bravucones motoristas, ahora se volvían hacia mí, mirándome en silencio e invitándome a salir en forma de transparentes espectros.
La camarera, mezquina, me mostró el contenido de la caja que torpemente malogré, que no era otra cosa que un corazón rajado de lado a lado por efecto de la caída, que sabe Dios para qué malicioso ritual fue adquirido. La mujer, ahora sonriente, me susurró un helador maleficio que detuvo la sangre de mis venas :

“Que sea tu corazón latiente
el que guíe esta hueste,
que es la Santa Compaña
anunciando la muerte.
Que si tú no cumpliste
por hora, o por sino,
que sea esta procesión,
la que te muestre tu destino.”

Fuera del local, ya me esperaba mi moto con el estandarte de la “Genti di Muerti”, escoltada por dos filas de espectrales monturas y rugientes motores. Tal y como reza la leyenda, procesionamos todas las noches por las carreteras secundarias, por donde la Negra Señora realiza su ritual de almas.

“¡ Jamás nos crucéis…., seguid y no paréis!”.


*Relato registrado con copirigth

Autor: Carlos Millán Lobillo

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