Tras dos días
recorriendo la árida y calurosa llanura manchega, realizando solamente las
paradas necesarias para darle
descanso a la “Springer” y para poner en orden los negocios que por aquellas
carreteras tiene nuestro club, que al cabo era lo que me
llevaba por esos lares, empezaba a tener
ganas de hacer un alto en alguno de los pueblos que nada tuvieran que ver con
el tema del trabajo.
Mientras conducía, el aire caliente se pegaba a mi cuerpo como la
más ardiente de las amantes, abrasando lo más recóndito de mis nicotinizados
pulmones. Los matojos secos cruzaban por delante, inalterables al paso de la moto que con cierta velocidad, arrancaba los cardos
secos de la cuneta. El Lorenzo, se
empezaba a esconder detrás de una de las escasas lomas que ofrecía el paisaje,
con esa
parsimonia que dan los primeros días de Julio, es decir, cegándote desde el horizonte y sin dejarte sentir el
frescor de las primeras sombras.
Por salirme de la ruta del
“negocio”, decidí tomar el primer desvío que encontré y en cuya señal de
carretera pude leer, “Ojailén -1 KM ”.
Antes de cambiar de dirección, como comenzaba a sentirme cansado, decidí parar la moto en el arcén pensando que me vendría bien relajarme y liarme un cigarrito con el “buen condimento” que me habían regalado en el último de nuestros tugurios y que a la par, podría permitirme el lujo de quebrantar algo la ley y conducir sin casco, sintiendo el viento en mi sudorosa frente, durante el pequeño trecho que me separaba del aquel pueblo del que no había oído hablar en mi vida a pesar de conocer la zona desde siempre.
Antes de cambiar de dirección, como comenzaba a sentirme cansado, decidí parar la moto en el arcén pensando que me vendría bien relajarme y liarme un cigarrito con el “buen condimento” que me habían regalado en el último de nuestros tugurios y que a la par, podría permitirme el lujo de quebrantar algo la ley y conducir sin casco, sintiendo el viento en mi sudorosa frente, durante el pequeño trecho que me separaba del aquel pueblo del que no había oído hablar en mi vida a pesar de conocer la zona desde siempre.
Mucho me extrañé de estar
tan cerca, un kilómetro solamente, y no divisar
desde un primer momento, ni siquiera
el campanario de la iglesia, cosa rara en aquellas tierras de horizonte
amplio. La explicación llegó unos metros más tarde al comenzar, en descenso,
las que pudieran ser las únicas curvas realmente recortadas que pueda haber en
la región. El anunciado kilómetro se estiraba y retorcía como una serpiente
cabreada, logrando salir de la última revuelta
cuando llegó la noche, momento en el que apareció ante mí el pequeño
pueblo.
Ya desde sus afueras, se atisbaba, gran bullicio de carracas,
tambores y otros instrumentos, a la
vez que miles de luces de colores sobre
el cielo, precedían al seco olor a
pólvora de los fuegos de artificio que iluminaban la noche. Un gran cartel
colgado de lado a lado de la calzada, acogía la llegada de forasteros a las
fiestas locales: “Bienvenidos a Ojailén”, rezaba.
Ni un alfiler cabía en sus
calles, bueno, más bien, en su calle
principal, pues aquel lugar extrañamente ubicado y aun más extrañamente
concurrido, que no tenía plaza, ni iglesia; tan sólo poseía seis calles que lo
atravesaban de norte a sur y otras tantas que las cruzaban a su vez de Este a
Oeste. No parecía si no un pueblo del “Far west” en plena Mancha, tanto por su
tamaño como por sus casas porchadas de
madera en las que se apiñaban junto a las puertas, improvisadas timbas privadas
de un extraño juego en el que se decidía
un “todo o nada”, repartiendo
suerte a los prudentes, e infortunios a
los valientes que nada temen del azar hasta que ven los ojos del destino en
forma de dos grandes monedas lanzadas al aire.
Me vi de repente atrapado en
una especie de desfile carnavalero que
no me permitía maniobrar la moto. Abundaban las charangas con motivos
funerarios por estandarte, precedidas de una cohorte de automóviles
estrambóticamente adornados con calaveras y esqueletos. A continuación las enlutadas plañideras mostraban orgullosas bellos escotes tatuados
y siniestros niños disfrazados de demonios y fantasmas no dejaban de intentar
introducir sus manos entre las ropas y bolsillos de los curiosos asistentes, no
faltando por supuesto, entremezclados en el grupo, los típicos lugareños cubiertos
con boina, que entre ellos se llamaban “hermanos” y que se afanaban por recoger
del suelo todo aquello que el tumulto mudó de lugar. Al final de la comitiva
varias gitanas ataviadas a modo zíngaro, se empeñaban en “bienaventurarme” a
cambio de unas monedas.
Con toda esa concurrencia en
aquel sitio tan pequeño y en plenas fiestas, difícilmente iba a encontrar un
alojamiento en el que dejarme caer y lo cierto es que con el cansancio que
llevaba en mis huesos, hasta una cuadra me hubiera parecido la casa de Roche.
Se aproximaba la medianoche
y yo empezaba a desesperarme cuando una de las numerosas pachangas me dejó
absolutamente bloqueado impidiéndome llegar con la moto al final de la calle y
salir del pueblo. Dejaron las andas en el suelo, arrodillándose al unísono
todos los congregantes para rezar unas loas a una virgen negra de macilento
manto trenzado con colgantes cráneos, que regaban con vino de la tierra en cada
“amén” adornado con el tintinear de
cascabeles, carracas ensordecedoras y tañidos de pequeñas campanillas que se
introducían, percutientes, en lo más profundo de mis oídos próximos a estallar.
En un momento en el que
atisbé un hueco por el que escapar entre los congregantes, giré el manillar
disponiéndome a largarme cuando, inoportunamente se me cruzaron dos esqueletos
risueños que me llenaron de serpentinas y confetis, lo que provoco la risa de
tres “lumis” que apoyándose en la moto, me ofrecieron sus servicios. Rechacé la
carnal invitación lo más educadamente que pude, aunque ya estaba empezando a
ponerme nervioso. Sin embargo, una de ellas, ataviada con altas botas y un
acharolado “top” a juego con su lisa y oscura melena, se empeñó en ponérmelo
difícil y sentándose frente a mí en el depósito de la moto, pasó su lengua por
mis resecos labios.A cualquiera que se le hubiera ocurrido mancillar así mi
moto, le hubiera matado allí mismo, pero lo concurrido del lugar y sobre todo porque apostados en el porche
más próximo cuatro rapados no me quitaban ojo, opté por ser nuevamente educado
y me dispuse a bajarla de la moto con buenas componendas.
De repente, la más potente
de las sirenas que jamás hubiera escuchado, repetía su aullido por doce veces,
acallando cualquier sonido fiestero del
los que hasta el momento inundaban el pueblo. Lo que a continuación ocurrió
allí, sería inimaginable para mí de no haberlo presenciado.
Tras el estridente anuncio
del final del día, todos los que eran habitantes del pueblo, mayores y
pequeños; hombres y mujeres, actuaron al unísono y se colocaron capuchones
rojos en la cabeza ocultando sus rostros. Acto seguido se comportaron con una
marcialidad que hasta el mismo Napoleón hubiera deseado para sus tropas. Con
paso decidido, abandonaron sus charangas, timbas, bailes y procesiones y se
dirigieron con paso firme hacia el inicio de cada una de las calles que
formaban aquel extraño pueblo, cubriendo en
tres filas de paisanos cada una de las salidas del mismo, dejando a la
mayor parte de los forasteros, observando totalmente asombrados el nuevo
espectáculo, en la confluencia central de la calle principal.
Sonó una vez más la sirena,
tras lo cual, los encapuchados sacaron de Dios sabe dónde, estacas, palos y
garrotes. Al grito de ¡¡¡ “a la
cazaaaaaaa”!!!, corrieron hacia los incautos visitantes hundiendo cráneos,
partiendo piernas, costillas y brazos, a fuerza de moler a palos a todo aquel
que no portara el tétrico adorno carnavalero sobre su cabeza.
Aceleré la moto y esta
respondió con solvencia, pero en la segunda esquina di dos vueltas de campana
al atropellar a un pobre niño que escapaba presuroso de la masacre. No tuvo
suerte y yo tampoco, pues corrí cuanto pude a pesar de que me dolía todo el
cuerpo por el golpe. De repente me vi bloqueado por tres encapuchados que
zarandeaban el cuerpo de una mujer ya muerta. En cuanto repararon en mí,
agitaron al aire sus herramientas. Me giré para escapar y un fuerte golpe en la
frente me dejó sin sentido.
Desperté y el dolor ocupaba
todos los rincones de mi cuerpo, y mucho más especialmente en la parte de la cabeza donde
recibí el golpe. Aún en el suelo pude ver como mis ropas, totalmente
destrozadas dejaban al descubierto magulladuras y heridas con una costra en la
que se mezclaba la sangre con la tierra del lugar. Me incorporé tambaleándome y comprobé con
asombro que me encontraba en una cuneta de la carretera; mi moto, a unos diez
metros en un sembrado totalmente “panza
arriba”; a mis pies, los restos de aquel cigarrito con “buen condimento”; y mi casco, colgaba de
aquella señal de carretera que ante mí se burlaba con su leyenda: “Ojailén – 1
Km”.
CARLOS MILLÁN LOBILLO.
Derechos de autor protegidos por copirigth
CARLOS MILLÁN LOBILLO.
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